2020-07-03 | Eugenio Marrón
Fuente: Radio Ángulo (Cuba)
Para más información http://www.radioangulo.cu/cultura/242206-eliseo-diego-nombrar-las-cosas-en-el-fiel-del-tiempo
La última vez que conversé con Eliseo Diego fue una noche de invierno en La Habana, con lluvia sin prisa y humedad sin quiebra haciendo de las suyas. Estaba en el apartamento del poeta, una esquina guardada por árboles y rodeada de jardines, en la calle 21 a orillas de la célebre Avenida G en el Vedado, exactamente en la habitación correspondiente a su estudio, atestada de libros, revistas, carpetas con originales mecanografiados o manuscritos, ceniceros, pequeñas figuras de cristal, mármol y cerámica, muebles antiguos, un par de mecedoras criollas, fotos de la familia —a esposa, los hijos, los nietos—, fotos de algunos escritores escoltando la escena: Joseph Conrad, Robert Louis Stevenson, César Vallejo, Virginia Wolf, María Zambrano… Y el humo del incansable fumador saliendo de una pipa digna de Sherlock Holmes, casi la estampa de un capitán de los mares del sur como llegado de alguna página del creador de Lord Jim. Y los ventanales entrecerrados y a través de los cristales la lluvia.
Retornaba Eliseo Diego de un viaje a España. Era 1992, el año de su reencuentro en Madrid con dos escritores, cuyas amistades habían sido germinativas en el origen de su vocación: el también cubano Gastón Baquero, radicado allí desde 1959, y la española María Zambrano, quien tan solo unos años antes, tras la muerte del dictador Francisco Franco, había regresado del prolongado destierro, que la había llevado primero a tierras de América y luego de vuelta a Europa.
De aquella noche guardo dos recuerdos: una entrevista que al cumplirse el quinto aniversario de la muerte del poeta, en 1999, publiqué en el suplemento cultural Arena, que dirigía el novelista Lisandro Otero en el diario mexicano Excélsior, y unas notas al margen de aquella, sobre la traducción literaria, al calor del volumen Conversación con los difuntos, recién salido entonces y en el que Eliseo Diego recogía algunas de sus versiones y diversiones —como llamaba Octavio Paz a tan estimulante faena de llevar un texto de un idioma a otro—, con nombres de la lengua inglesa que le resultaban entrañables: Marvell, Browning, Chesterton, Yeats y Hughes, entre otros. De la entrevista, a la hora de hablar sobre la visión del oficio de la poesía, rememoro su particular énfasis en la capacidad de observación, al apropiarse del misterio de las cosas que nos rodean —las más insospechadas en las funciones corrientes-, y del diálogo, su concepto de familia poética que unía a voces de épocas tan disímiles.
Según explicaba el propio Eliseo Diego en la entrevista referida, hay en el oficio de la poesía en primer lugar —y en ello recordaba a Rainer Maria Rilke cuando escribió las Cartas a un joven poeta— «el resultado de una necesidad, muy honda, como todo trabajo que se hace para dar respuesta a la vocación más exigente».1 Más adelante, al comentar acerca de los arcanos que rodean la condición del quehacer poético, indicaba que «en todo ser humano, la poesía es una experiencia esencial, reveladora del mundo, que llega cuando menos se espera».2
La práctica del oficio a lo largo de los años, venía a confirmarle a Eliseo Diego que «un poema nunca está completo hasta que el lector lo recrea»,3 pues cuando llegaba la satisfacción presumible con el último verso, se reafirmaba en él la evidencia de que «mientras un poema no está en manos del lector, seguramente estará incompleto».4 Era una cuestión que le había rondado desde sus primeros textos y con los años venía a subrayarse.
Algo que resultaba fascinante para el poeta —de ello ha quedado prueba en un pequeño volumen de breves ensayos y prosas aledañas, titulado Libro de quizás y de quién sabe, publicado en 1989—, era hablar de la poesía. Pero no se trataba de dictar notificación, como quien, a las puertas de conclusiones, se dispone a dar sentencia, sino más bien desgranar inquietudes y aventuras de buen orfebre. Me parece escuchar el tono cansino y grave de su voz aquella noche al dilucidar que, «hasta cierto punto, el oficio de la poesía no es más que aquello que sirve para revelar los atisbos del misterio, del misterio que a diario encontramos en la realidad, eso que se descubre de cuando en cuando, aquello que nos asombra con la sorpresa de la primera vez».5
Y luego de una pausa, añadía: «Si somos justos, vale también, si se le entiende como una forma de servicio a los demás, en razón de un oficio que tiene un matiz ético importante».6 Convivir con lo más íntimo de las cosas que configuran los hábitos de la cotidianidad, desentrañando su lugar en la vida a través de una ojeada tan acuciosa como reveladora, perpetuación de su propósito en lo cotidiano y desde allí asomo al devenir de la criatura humana, son parte central del trayecto literario de Eliseo Diego. Nacido en La Habana en 1920 y fallecido en Ciudad de México en 1994, un año después de haber recibido el Premio Internacional de Literatura Latinoamericano Juan Rulfo, su obra, que arranca en 1949 con uno de los títulos cardinales de la poesía cubana, En la Calzada de Jesús del Monte, se prolonga a lo largo de medio siglo.
Cincuenta años de presencia constante en los quehaceres de la literatura cubana, si tenemos en cuenta que posterior a su muerte, ven la luz dos espléndidos libros de Eliseo Diego bajo el cielo de México: En otro reino frágil (1999) y Poemas al margen (2000), para redondear una obra que, tal como lo observara con especial perspicacia en sus días inaugurales María Zambrano, «resulta tan sólo de una simple acción: prestar el alma, la propia y única alma a las cosas».7
El mundo doméstico y sus exteriores, captado con la precisión de una lente que desde lo pretérito ido hiciera lo suyo; lo recóndito del hogar cubano y sus parajes más inesperados, en estrecha interrelación con sus circunstancias; conjunción de la inmediatez con los hábitos diarios: todo ello consigue hálito trascendental, distinción en el momento inaugural de Eliseo Diego.
En la Calzada de Jesús del Monte, fechado en 1949, es también lo probable de una saga familiar en clave cubana, razón emblemática a la hora de la poesía. Junto a la reverencia melancólica que se afianza y explaya en las recordaciones, la vida —hogareña y cívica, con sus deslindes— se entrecruza con la intimidad que la preserva del olvido. Resulta curioso agregar que este libro crucial, sale el mismo año en que dos obras capitales de la narrativa latinoamericana inician su andadura: El Aleph, de Jorge Luis Borges; y El reino de este mundo, de Alejo Carpentier.
Cintio Vitier, en su libro Lo cubano en la poesía, ensayo publicado en 1958 y en el que realiza un viaje crítico a través de la lírica en la isla, desde los inicios de la colonia hasta comienzos de la segunda mitad del siglo XX, fue el primero en estudiar a fondo y celebrar En la Calzada de Jesús del Monte. Allí, el ganador del Premio Internacional de Literatura Latinoamericano Juan Rulfo 2002 señala, a propósito de aquel título, que «la memoria no se disuelve en añoranza, sino que le da a las cosas una nueva, oscura y sobrepujada resistencia»8 y más adelante añade que no se trata de «la memoria añorante, sino la que nos pone en contacto con el exceso que había en la oscura esperanza recordada, o más bien superpuesta al presente, saturándolo».9
Tratado de sensaciones e inventario de lugares, suma del aprendizaje cotidiano y relación del tiempo íntimo del poeta, en estampas donde se entrecruzan el aliento de la memoria y la fijeza del paisaje, En la Calzada de Jesús del Monte convierte un paraje de la geografía cubana —más exactamente: un sitio entrañable del mapa de La Habana— en lo que muy bien el crítico Enrique Saínz ha llamado «canto nostálgico y minucioso al vasto mundo de la historia cotidiana».10
Casi diez años después, en 1958, el segundo título de Eliseo Diego, Por los extraños pueblos, constituye una prolongación más dilatada de aquellos asuntos que ya perfilan su orbe poético afincado en sutiles elegancias verbales: la disposición, tan esmerada como obsequiosa, para convertir las huellas más insospechadas en cualquier escenario, como quien mira con una lupa, en vista donde lo minucioso de cada porción adquiere un protagonismo de primera importancia. Se ratifica la apariencia de todo aquello, no importa si grande o pequeño, que acomoda los variados círculos de la vida diaria —desde tazas y barajas hasta trenes y ropas—, recalcando lo que el mismo autor define como poesía en el prólogo a este volumen: —el acto de atender en toda su pureza».11 Así, más que urbanidad de rutina, se trata del interés que debe animar en la curiosidad por conocer las interioridades de lo que nos rodea.
Los dos libros inmediatamente sucesivos de Eliseo Diego, El oscuro esplendor, publicado en 1966, y Versiones, al año siguiente, reiteran la enumeración del entorno y lo prolijo que ella construye, anhelo de perpetuidad para establecer, desde sus lindes, la brevedad del tiempo con adherencia y valoración. Retratos y figuraciones en los poemas allí reunidos, logran que lo diverso sea constancia de una mirada que extiende su atribución, con rigor de perdurabilidad, en los dominios de lo vasto y lo menudo. Rememorar es cualidad que el poeta mantiene con nervio, aguzando los sentidos, al igual que recontar es pertinencia que señorea con exactitud, ensalzando los detalles.
De aquella manera, la impresión de absoluto provecho y espontáneo acomodo que alcanzan las palabras en la poesía de Eliseo Diego, sostenida con armonía y elegancia, pone de manifiesto con creces la aseveración de aquel verso suyo: oy a nombrar las cosas…12 Y es que tal empeño resulta siempre lo primero en el trabajo del poeta a la hora de su orfebrería.
La aparición en 1968 de Muestrario del mundo o Libro de las maravillas de Boloña, volumen de poemas concebido a partir de un registro de muestras de caracteres de letras, original de 1836 y que fuera propiedad del maestro impresor Don José Severino Boloña, figura legendaria en los orígenes de la gráfica insular con su taller en las cercanías de la Plaza Vieja de La Habana, constituye una de las aventuras más fascinantes emprendidas por un poeta cubano. Su tema está lejos de ser la explicación literal de imágenes y tipografías legadas por una imprenta, ni siquiera el examen en uso poético de aquellas, sino, como ha advertido el ensayista Rafael Rojas, «la diversidad del mundo o, más bien, la escritura como testimonio del misterio de la variedad de las cosas».13 Para ello, el poeta aprovecha los recursos del divertimento posible, en tanto el juego se cumple en una traslación de imagen a poema, pero de forma tal que los textos mejor parecen, como dice Rojas, «traducciones poéticas de las viñetas».14
Cinco títulos posteriores conforman los últimos años en el reino de la poesía que viviera Eliseo Diego: Los días de tu vida (1977), A través de mi espejo (1981), Inventario de asombros (1982), Soñar despierto (1988) y Cuatro de oros (1991). El primero recoge algunos de los poemas más hermosos, cautivadores y dolientes en la madurez del autor: «Pequeña Historia de Cuba», «Responso por Rubén Darío», «El viejo payaso a su hijo» y «Testamento». Curiosamente, tal cuarteto se asienta en una reflexión de hondo calado, tan reposada como definitiva desde la médula del tiempo transcurrido —histórico, poético, filial y existencial, respectivamente—, para dilucidar el fundamento del tránsito y su raigambre. Los restantes poemas confirman el regocijo de quien torna a sus posesiones, una y otra vez, no solamente extendiendo la valía de su oficio, sino igualmente para mantener una labor que, en la perfección de lo formal, siempre apunta al dominio de un orfebre consumado.
En un ensayo titulado Lectura de poemas, el autor de En la Calzada de Jesús del Monte recuerda que «el arte de la palabra viene a constituir algo como un ejercicio espiritual de la atención».15 Para quien se adentre en la obra suya, tal experiencia le deparará no únicamente lo factible de llevar adelante la ejercitación propuesta, sino además conocer, como ha dicho Enrique Saínz, «una forma de la dicha y más allá de escuelas literarias».16
Poeta de la remembranza que anida en el misterio de lo cotidiano y sus resquicios más inesperados; poeta de lo entrañable familiar que habita en el ánima de los recuerdos y sus configuraciones más imprevistas; poeta de la bonhomía que descansa en el centro de lo imperceptible y sus finezas más transparentes; poeta que ha bebido en las aguas de San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Sor Juana Inés, José Martí, Rubén Darío, César Vallejo, Gabriela Mistral… Poeta que enseña a nombrar las cosas en el fiel del tiempo es Eliseo Diego.
Notas
1 Eugenio Marrón: «Eliseo Diego, los atisbos del misterio». Suplemento cultural Arena, diario Excélsior, México DF, 2 de julio de 1999.
2 Ibid.
3 Ibid.
4 Ibid.
5 Ibid.
6 Ibid.
7 María Zambrano: Nota en contracubierta de: Eliseo Diego, Obra Poética. DGE Equilibrista / FCE, México, 2003.
8 Cintio Vitier: Lo cubano en la poesía. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1998.9 Ibid.
10 Enrique Saínz: Prólogo a: Eliseo Diego, Obra Poética. Ediciones Unión / Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2001.
11 Eliseo Diego: Obra Poética. Ediciones Unión / Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2001.
12 Ibid.
13 Rafael Rojas: Prólogo a: Eliseo Diego, Obra Poética. DGE Equilibrista / FCE, México, 2003.
14 Ibid.
15 Eliseo Diego: Ensayos. Ediciones Unión, La Habana, 2006.
16 Enrique Saínz: Ibid.
Tomado de Ediciones La Luz